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 Terrés Terrés
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Friday 16 de December de 2011, 11:05:21
MONT BLANC. 24 de julio del 2.002, miércoles.
Tipo de Entrada: RELATO | 2838 visitas

...poco tiempo después pensaré en el siguiente reto, la siguiente montaña pero ahora es tiempo de celebraciones y disfrute sin preocupaciones ni aspiraciones ni pensamientos que no vayan más allá del Mont Blanc, más allá de lo conseguido. Por la noche, la agradable cena, la reunión entorno a la mesa y nuestra partida de dominó...

      Abro los ojos. Aún es de día. Parece que solo han pasado unos minutos. Me quedo quieto en mi calentito y cómodo saco de plumas. Pero parece que ocurre algo raro, da la impresión de que la claridad del día es mayor ¡Que raro! Al poco tiempo oigo la voz de Quique que desde la otra tienda me dice que me levante, que ya es hora, se hace tarde y hay que bajar... ¡Me parece increíble! ¡Es imposible! Es ya otro día y a mi me parece que han pasado solo unos minutos cuando realmente han pasado  no menos de unas diez horas. He dormido tan plácida y profundamente que apenas me he enterado. Estaba tan increíblemente cansado que he dormido de manera que ha pasado el tiempo tan rápido que me parece que no he descansado nada. Es como si solo hubieran pasado esos pocos minutos y no me he dado cuenta de la oscuridad, de la noche. Me he dormido con el día y me he despertado con el día. Eso si, en mi vida he dormido tan bien. Si esa noche hubiera pasado un tornado o se hubiera desmoronado la montaña entera junto a mi tienda, no me hubiera enterado. Ni ruidos, ni viento, ni frío... ¡Nada! Como si fuera un bebe que hace días que no duerme. La verdad es que no me creía lo que me había pasado. Nunca hasta ahora había dormido como dormí esa noche en la Aiguille du Goûter. Algo casi sobrenatural, que hasta hoy en día que escribo y recuerdo aquella experiencia, aquella inexistente noche, me sigue pareciendo algo increíble y estremecedor.

     Debíamos bajar aquella mañana ya que el tiempo empeoraría por la tarde. Solo el pensar el bajar por aquel precipicio de la Aiguille du Goûter al Refugio Tête-Rousse en la que me cansé tanto subiendo, se me ponía la carne de gallina; pero no debía de exteriorizar mi preocupación ni mi cansado ánimo para bajar por aquellas pendientes y paredes vertiginosas y encrespadas. Debíamos bajar de todas formas, así que no hay desánimos ni cansancio que valga. Debía de afrontarlo sin temeridad ni flojedad; aunque sabía y notaba que mi cuerpo no había descansado lo suficiente y no tenía todas las fuerzas que necesitaba.

En la Aiguille du Goûter.


     Desmontamos las tiendas. Hacemos las mochilas. Nos equipamos y preparamos para la bajada. Me parecía que pesaba más mi mochila que cuando subíamos. También llevaba la tienda entera, ya que Fernando debía de haber llevado la mitad pero se bajó el día anterior. Un último vistazo al increíble paisaje. Un adiós a las Agujas de CHamonix, Dôme du Goûter, Aiguille de Bionnassay... o un hasta pronto... Empiezan a aparecer unas nubes algo más bajas que a la altura en la que nos encontramos, sin embargo arriba el cielo es de un azul infinito y celeste. Un intenso y fabuloso azul que no se ve desde abajo.   

     Bajamos al Refugio de la Aiguille du Goûter y lo cruzamos junto a la barandilla que nos lleva hacía la bajada. Miraba hacía abajo y el vértigo y la desolación se apoderaban de mi. Había que tener paciencia y pensar que se pasaría pronto. Al principio estaba algo resbaladizo por el hielo formado en la nieve pisada. Alguno de mis compañeros sugirió ponernos los crampones pero yo desistí; le comenté que los tramos de hielo podrían ser cortos y por la roca sería una molestia más que una comodidad, ya que había más roca que nieve.

     Normalmente son más peligrosas las bajadas que las subidas, por ello debía de poner una atención mayor ahora y una máxima concentración. En los primeros tramos, los más altos, el desagradable frío en mis manos desnudas al cogerme a las rocas o al cable de acero hacía que maldijera el dolor de mis dedos al agarrarme con firmeza. Algún resbalón al pisar el hielo, que no fue nada peligroso, hizo que, al principio me disgustara y no lo pasara muy bien en aquella situación. Ahora, debajo mía, se abría el precipicio poblado de puntiagudas rocas, crestas, cornisas y mal emparejados bloques graníticos. Mejor no mirar hacía abajo, ni ver lo que me quedaba. Aunque llegó un momento en que, más abajo, el frío era menos intenso, la armonía de mis movimientos más llevaderos... era como si mi cuerpo se hubiera despertado y coordinara muy animadamente sus miembros y recobrara fuerzas al forzar mis piernas, brazos y manos, de forma que de una bajada lenta, disgustado y pasándolo mal, cambió a gustarme, disfrutar, alegrarme, pasármelo bien y bajar rápido y animado. Empecé a bajar el último de los tres y llegado a un punto adelanté a Jesús. Quique era inalcanzable.

Bajando al Refugio de la Aiguille du Goûter.  Comienza la bajada por la cresta de goûter.


     Abajo en un punto más horizontal y descansado de la cresta, ya habíamos recorrido más de la mitad de la fatídica y entretenida cresta, las nubes se interponían entre nosotros y el Refugio Tête-Rousse haciéndolo invisible en ocasiones. Ya habíamos pasado la parte más peligrosa y mala de la cresta, y recostado en una laja esperaba Quique nuestra llegada. Llegué hasta donde él se encontraba. Justo detrás de él, escrito en la roca ponía: “...UFF!”. Una onomatopeya muy adecuada en aquel lugar, después de bajar aquella parte de la cresta. Los dos nos quitamos las mochilas y miramos hacía la cresta recorrida observando por donde habíamos pasado y por donde se encontraba Jesús.

     Pudimos admirar y sorprendernos con la gran cantidad de montañeros que bajaban por allí. No era una cresta, ¡era una autopista de montañeros! Y allá arriba, encaramado y asomándose vertiginosamente al vacío, al tremendo y amplio vacío, el Refugio de la Aiguille du Goûter; con su pequeño río colorido de chaquetas y petos de las decenas y decenas de montañeros que bajaban todos casi en fila como un batallón de hormigas de colores. ¡Una visión soberbia! Más abajo, cerca de donde nos encontrábamos nosotros pero aún metido en las puntiagudas lajas de la cresta y sus bloques escarpados, había un “atasco” que pilló de lleno a Jesús. Un montañero de edad avanzada (muy común y nada raro allí) bajaba muy lento y con mucha cautela y ocasionó unos momentos de espera entre unos que subían con el permiso de este “abuelo” montañero y él junto con otro numeroso grupo que bajaba, entre los que se encontraba Jesús; por un paso en el que solo podía pasar una persona. Pero todo se resolvió y al cabo de un momento Jesús llegó hasta donde nos encontrábamos nosotros.  

     Mi mochila resbaló y fue cayendo unos metros por la excavada pendiente de tierra entre las rocas. Quería bajar ella sola sin mí. Descansamos un momento mirando a la cresta, a la próxima Aiguille de Bionnassay entre nubes, y a la última visión del alto Refugio de la Aiguille du Goûter, que quedaba allá arriba como si fuera una casita de juguete en la que el viento en cualquier momento se la llevaría fácilmente. Daba la impresión de fragilidad y precariedad comparada con la inmensidad y fuerza que la envolvía. Pero una vez arriba te dabas cuenta de todo lo contrarío; el refugio estaba bien cogido a la aguja aún estando en su borde.   

Atasco en  mitad de la cresta de Goûter.

El Refugio Tête-Rousse bajo los seracs de la Aiguille de Bionnassay.


     Solo faltaba cruzar los últimos cables de acero y “la bolera” para llegar, un poco más abajo, al punto en el que el lunes pasado decidimos subir a la Aiguille du Goûter. La bajada fue muy amena y entretenida. Las nubes bajas que habían salido al amanecer auspiciaban mal tiempo para esta noche y mañana, así pues debíamos bajar sin perder tiempo. Allá quedaba el Refugio Tête-Rousse en el que habían puesto un puente-grúa para la construcción que el día de subida no estaba. Por lo que parecía iban a ampliar el refugio ya que también delante del mismo se plantaban unas columnas que parecían de madera como si fueran a construir otra casa. Justo detrás los seracs de los glaciares de la Aiguille de Bionnassay recortados por un nubarrón que cubría toda la parte alta de la aguja, daban un toque helado y alpino así como sobrecogedor y grandioso a este paisaje en esta parte del macizo. Siempre me gustó la vista de esta aguja desde aquí, aunque sé que la visión cercana de cualquier otra aguja o montaña en este macizo como la de la Aiguille Verte, Les Drus, Les Droites, Los Grandes Jorasses... hubiera sido igual o más bella incluso que la que ahora tenía frente a mis ojos. Pero ahora tenía a la Aiguille de Bionnasay y a mi en estos momentos me parecía la más bella y espectacular de las montañas.

     Más abajo cruzaríamos el Desert de Pierre Ronde en busca de Le Nid d’Aigle, con la sorpresa de que nada más empezar esta bajada un ejemplar de cabra alpina estaba parada casi en la misma senda, quieta, observando a los montañeros bajar. Con cuidado de no espantarla Quique quiso acercarse para hacerse una foto junto a ella. Para nosotros era algo extraordinario que un animal salvaje se acercara tanto a los hombres, sin miedo, sin asustarse. Jesús y yo habíamos pasado casi junto a la cabra sin darnos cuenta, ya que su pelaje marrón se confundía con el color de las piedras y las rocas, y Quique que iba detrás la vio. Nuestra sorprendente reacción desapareció cuando más abajo vimos más cabras alpinas junto al sendero, lo cual nos hizo pensar que este rebaño de cabras estaban acostumbrados a los muchos montañeros que desde hace mucho tiempo suben, bajan y pasan por aquí y que por lo visto les echan comida y por eso se acercan a la senda y a los montañeros. Observándolas bien y sin demasiado detalle se encuentran diferencias latentes entre la cabra hispánica y la alpina. Eran unos magníficos ejemplares.

Por el Desert de Pierre Ronde hacía la Nid d'Aigle.  Yo, Joaquín, mi mochilón y la cabra alpina.


     Seguimos la bajada y el calor se intensificaba a medida que bajábamos altura y avanzaba el día. Ésta bajada me pareció interminable, larguísima y aburrida. No me pareció tan larga cuando la subí el lunes, cosa extraña, ya que las subidas por el esfuerzo y el desconocimiento siempre dan la impresión de que se te hacen más largas que las bajadas. Teníamos los pies ya destrozados y cansados por bajar por esta senda de tierra y roca con las botas rígidas de plástico, pero debíamos seguir y llegar a Le Nid d’Aigle y ya allí cogeríamos el tren cremallera y podríamos descansar al fin. El día se nublaba y encapotaba pero no amenazaba lluvia.   

     Por fin la senda terminó en la pequeña estación de Le Nid d’Aigle. Cerca de allí y en dirección a la Aiguille y al Glaciar de Bionnassay había un camino que terminaba en un restaurante arruinado por un incendio que sufrió hace algún tiempo. No nos acercamos hasta él, pero las vistas debían de ser increíbles sobre el Glaciar y la Aiguille de Bionnassay. Estuvimos allí parados esperando al tren-cremallera, ya que no estaba allí parado. Un montañero, que había llegado antes que nosotros, también estaba allí esperando. Al poco tiempo este desconocido montañero, que resulta era español, nos decía que no había tren ese día por que había tenido un accidente el día anterior saliéndose de la vía. Así que debíamos bajar y seguir todo el recorrido de la vía hasta Bellevue. Quique pilló un enfado tremendo. Creo que no dejó francés sin nombrar e improperio sin decir. Tal fue su cabreo que cogió el plástico transparente que llevaba en su mochila (utilizado para ponerlo bajo las tiendas iglús y aislar el suelo aún más del frío, la nieve y la humedad) y lo tomó con él. Lo tiró de mala gana a una papelera cilíndrica que se encontraba allí en la estación. Como si fuera éste el culpable del descarrilamiento del tren y de que ese día no hubiera más remedio que bajar andando. Pero más se cabreó cuando este montañero le dijo que la bajada eran unas dos horas (supongo que este alpinista se equivocó creyendo que nosotros bajaríamos toda la vía hasta su principio en St.-Gervaís-Les-Bains ya que solamente tardamos unos tres cuartos de hora en llegar a Bellevue). Intenté calmar a Quique pero su impetuoso genio era indomable así que para desahogarse salió disparado vía abajo. 

            
      Nosotros le seguimos por detrás no a mucha distancia, ni a su paso tampoco; al menos yo, que estaba ya cansado y harto de tanto andar y andar. Pero, ¡Que se le iba a hacer! Teníamos que bajar ya que en Les Houches nos esperaría Fernando. Junto a la vía y pegado a sus maderos y travesaños o entre ambos, una pequeña senda marcaba el camino por el que debían seguir los de a pie.

     Resignados y sin demora seguíamos vía abajo atravesando túneles y asomándonos a precipicios y laderas vertiginosas de pronunciada pendiente. Las nubes y la niebla cubrían y ocultaban parte del recorrido de la vía que bajaba con una pendiente no demasiado acusada la cual ayudaba a no forzar demasiado las castigadas piernas, rodillas y pies. Nos íbamos distanciando entre los tres: Quique, con su enfado y rabia, seguía el primero con su marcha forzada sin mirar por donde íbamos nosotros dos; Jesús, algo más distanciado de mi, ya que yo no podía llevar una marcha muy rápida ni rápida. Llevábamos una marcha tranquila pero no lenta, mis doloridos pies no me dejaban ir más rápido.


     En una especie de collado en el que la vía perdía su pendiente e incluso subía algo después de dicho collado, Jesús estaba de pie parado junto a un poste de indicaciones de recorridos de sendas junto a una pequeña estación en la que no paró el tren-cremallera en su subida. Estábamos en el Col du Mont-Lachat a algo menos de dos mil cien metros. Una senda, según la indicación, nos llevaría a Bellevue, lugar donde debíamos llegar para coger el teleférico a Les Houches. Jesús pensó que sería más cómoda esta senda, que suelen ser más amenas, que seguir la vía de tren que era más monótona y aburrida; además parecía más rápido por la senda, se llegaba antes a Bellevue que por la vía. Por ello Jesús y yo seguimos esta senda que pasaba por la otra vertiente del Mont-Lachat que miraba a Les Houches y al bosque de abetos, ya que la vertiente que recorría la vía era la sur y más seca de este monte.

Senda paralela al tren cremallera


     Esta senda atravesaba también lugares de pendiente acusada, en ocasiones a pie de paredes pero era muy agradable, y cruzaba lugares en los que los abetos aparecían altos y fantasmagóricos con sus magníficas formas que iban apareciendo al pie de la senda según bajábamos, y te engullían las nubes que nos abordaban como una niebla algo espesa que inundaba todo el paisaje y el bosque de abetos sin dejar vernos a media distancia. Esta parte me gustó, ya que el recorrido de alta montaña de esta mañana con crestas, nieve, hielo y frío se había convertido en un trekking con el verdor y el bosque junto con la niebla como predominio aquí, más abajo.    

      Mientras caminaba pensaba en la fastidiosa noche del lunes. ¡¿Cómo habían aguantado las tiendas el fortísimo enviste del viento?! La respuesta la encontramos esta misma mañana al desmontar el campamento: al montar los iglús echamos nieve que luego pisamos y compactamos en los faldones del doble techo para que así se cogiera mejor al suelo y evitar que se vuele. Al desmontarlas dicha nieve se había congelado y pegado literalmente al faldón de forma que era imposible quitar la nieve a menos que fuese a golpe de piolet, picando la dura masa de nieve helada que por la compactación de la misma y las bajas temperaturas se había congelado. Aún así, con el piolet, no era fácil de quitar y despegar hasta que no lo machacabas o desmenuzabas, y con las manos quitabas los pequeños o medianos trozos de nieve helada que quedaba en el faldón; el cual sufrió algunas rasgaduras y rotos a causa de dichos golpes. ¡¿Cómo se iba a ir el doble techo?! Era imposible. Si para quitarlo hacía falta “sacarlo a golpes”. Realmente aquella noche estuvimos seguros. El doble techo no se hubiera ido aquella noche por mucha fuerza que hubiera tenido el viento, también gracias a que apostamos los vientos y anillas de la tienda a nuestros piolets clavados profundamente en la helada nieve. Sin imaginárnoslo habíamos creado verdaderas fortalezas bien constituidas en lo que pensábamos era un lugar inhóspito, difícil y desconocido.

     Jesús seguía por la senda a una distancia delante de mí. Yo intentaba seguir su paso que me era imposible. Mis cansadas piernas y doloridos y ya insensibles pies no me dejaban ir más rápido. De vez en cando nos cruzábamos con gente que subía, no mucha, pero con algún grupo nos topamos. Al final llegamos a un descampado donde ya no había árboles, el terreno se suavizaba, la senda se ensanchaba y terminaba en algunas casas y un teleférico. Habíamos llegado directamente a Bellevue sin pasar por la estación del tren cremallera. Quique llegaba a la vez que nosotros al lugar; iba más rápido que nosotros pero por nuestra senda se llegaba antes ya que se hacía menos recorrido, por la vía era más largo, y aunque Quique iba más rápido y había salido antes, llegamos a alcanzarlo.

     “Como te habías adelantado no hemos podido avisarte de la senda”. Le comentamos. Parece que la rápida marcha y la sorpresa de llegar mucho antes de lo previsto a Bellevue han calmado a Quique y se le ha ido el enfado. Recuerdo cuando se enfadó conmigo por primera vez en el Refugio de La Renclusa, en los Montes Malditos del Pirineo oscense. Fue por causa del tamaño de mi cazo para cocinar ¡Je, je! No llegué a hacerle demasiado caso. Quique no es que sea malo, ni tiene mal genio, sencillamente a veces le dan unos “prontos” que le caracterizan y personalizan. Como cada uno de nosotros tenemos alguna o algunas cosas que no son ni buenas ni malas que nos caracterizan y nos diferencian de los demás.

     Una vez en el teleférico solamente tenemos que hacer cola y esperar a que suba el mismo para que nos baje. Por fin nos quitamos las mochilas que parecen pesan el doble que al empezar. Como siempre hay algunos grupos de montañeros que bajan y esperan con nosotros. ¡Es increíble! Jamás había visto a tantos montañeros de tan distintas nacionalidades en una montaña, hasta que llegué al Elbrus un año después claro.

     De nuevo metidos en aquella “caja metálica” del teleférico de Les Houches. El billete que compramos al principio era de ida y vuelta, al igual que el billete del tren cremallera. No es que hubiéramos elegido el modo del billete, es que o elegías ese o no comprabas ninguno. Al menos con el tren cremallera no hubiéramos tenido opción de comprar uno de ida y otro de vuelta ya que no había taquilla en Le Nid d’Aigle. Aunque pensábamos de qué forma podíamos reclamar la devolución del dinero del billete de bajada del tren cremallera. Eso si, luego no hicimos nada, tan solo era la indignación del momento.

Montando el campamento en el camping de CHamonix.


     Una vez abajo, ya en Les Houches, salimos del teleférico por una puerta diferente a la de entrada. Cogimos nuestros pesados mochilones como pudimos ya que no queríamos volver a ponérnoslos encima y los dejamos en la acera de la calle. Fernando nos esperaba, hablándonos se disculpaba por su fugaz decisión y “huida” y nos intentaba explicar el agobio que le invadió allá arriba. Nos dio la enhorabuena y nos felicitó añadiendo la siguiente frase: “cuando nos separamos en la Dôme du Goûter yo sabía que lo conseguiríais. Sabía que subiríais y llegaríais a la cumbre del Mont Blanc...”. Fue algo que me impresionó ¡¿Tanto confiaba Fernando en nuestra posibilidad y fuerza de voluntad para hacer realidad lo que nos proponíamos?! Desde luego que sí, si no, no hubiera dejado a su grupo que lo veía más difícil el reto para ellos, sin embargo, aunque no conocía ni a Quique ni a Jesús hasta ese viaje, sabía que yo era disciplinario en la montaña, a la vez tenía fuerza de voluntad y que no acataría el hacer algo si de verdad no podría conseguirlo, y que elegiría a los compañeros que como mínimo tuvieran unas condiciones parecidas a las mías y que confiaran en mí. Claro está, también con cabeza, nunca nos la jugaríamos en la montaña. Esto no es que quisiera “echarme flores”, ni tener un arrebato de soberbia, es que realmente mi experiencia en montaña me hace pensar y reaccionar de esta manera. Es como unas reglas y normas que la montaña te enseña para poder tener éxito en ella con el mínimo de problemas y complicaciones por que éstos ya te los dará la propia montaña en su momento.

     Es por ello que siempre es recomendable ir con la cabeza despejada, con la cabeza tranquila, dejarte los problemas emocionales, sentimentales y psicológicos en casa. Quizás a Fernando se le acumularon algunas de éstas junto con las de la montaña. Y tu reacción, pensamiento y actitud sea tal que te impida estar cómodo en el viaje, en la montaña y con tus compañeros. Convertir el viaje de una aventura a una verdadera pesadilla, un infierno para ti y que contagias a tus compañeros que son los últimos que deberían verse afectados por amistad, compañerismo y por que son los que te podrían “salvar la vida” en alguna ocasión; esto dicho en más de un sentido; al igual que tu puedes hacer por ellos y eso es algo mucho mejor que la montaña más bella del mundo, que todo el dinero del mundo y que cualquier tesoro del mundo... la amistad. Aquella frase que dice: “Quien tiene un amigo, tiene un tesoro”, es muy, muy acertada; se pone muy de manifiesto y te das mucha cuenta de ello cuando te encuentras en un país extraño, lleno de gente extraña, en unas condiciones extrañas y con impedimentos y contrariedades sobre tus planes e ideas. La amistad y compañerismo de una cordada es algo muy importante. Pones tu vida en manos de tu compañero y tu compañero su vida en tus manos. La cuerda es el cordón umbilical que une una madre a su hijo y le da la vida. Es la mayor manifestación de amistad y solidaridad que puede existir; es algo así como decir: “Si tu te caes, yo me caigo contigo; si nos caemos nos caemos los dos, si nos matamos nos matamos juntos, pero si yo o tú podemos, nos salvaremos, me salvarás o te salvaré la vida...”.     

     Y es que es muy importante ir con la cabeza despejada, tranquila y si tienes problemas déjalos en casa y que no te los “envíen” cuando estés en la montaña. No es bueno y puede ser incluso peligroso. Puedes llegar a poner en peligro tu vida y la de la cordada y expedición... Por que a la montaña debes de ir a disfrutar y no a padecer.

     Ya estamos en Les Houches. Ya hemos bajado del Mont Blanc. Ya hemos culminado con éxito nuestro objetivo. Ahora con la furgoneta volvemos al camping de CHamonix para plantar de nuevo nuestro “campamento base”. El día ha terminado por encapotarse del todo; mañana, según las predicciones, hará mal tiempo.

Celebrando la subida al Mont Blanc.


     En el camping de CHamonix ya hay poco sitio. Plantamos las tiendas en la parte más alta, en un escampado donde hay más tiendas. Una de estas tiendas tiene la forma de una antigua choza lapona, muy parecida a las tiendas de los indios de América del Norte. Son noruegos o suecos, su banderita ondea en lo más alto de la tienda. Curiosamente aquí el sol reaparece como queriendo destacar y reinar por encima de las nubes, y una vez plantadas las tiendas reordenamos las cosas, todo el equipo, dejamos cosas al sol para que se sequen, limpiamos el maletero del coche de todas las cajas y demás equipo para contarlo, ordenarlo y guardarlo de nuevo. ¡Haaa...!, ¡Que fresca y deseada entra ahora una fría cerveza! Me puedo beber una cantidad considerable sin que me afecte el alcohol, gracias a la “normal” deshidratación que sufro bebo continuamente.

     Todo ha salido bien. Hemos hecho el Mont Blanc y ahora solo tenemos que disfrutar del momento. Poco tiempo después pensaré en el siguiente reto, la siguiente montaña pero ahora es tiempo de celebraciones y disfrute sin preocupaciones ni aspiraciones ni pensamientos que no vayan más allá del Mont Blanc, más allá de lo conseguido. Por la noche, la agradable cena, la reunión entorno a la mesa y nuestra partida de dominó.

Croquis bajada del Mont Blanc


Linea negra:            Bajada en teleférico.

Línea azul:              Bajada por nuestros propios medios.




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